Hay que saludase!

martes, octubre 05, 2010

Susto de muerte

¡Joder, menudo susto me llevé anoche!

Apuesto a que nunca os habéis despertado en mitad de la noche y os habéis encontrado, acostado a vuestro lado en la cama, un cadáver. Pues eso es lo que me ha pasado a mí ayer. Así, como os lo cuento. Qué mal rato he pasado, madre del amor hermoso.
La escena ha sido la siguiente:

Sobre las 00.01h de la madrugada del 3 al 4 de octubre del año 2010 ha empezado a oler mal en mi cuarto. Yo estaba dormido como un bendito, pero como soy un tipo muy sensible, lo noté. En total: que el hedor me despierta, claro. Abro entonces los ojos, como haría cualquier ser humano o no humano cuando se despierta. Sin embargo, la oscuridad resulta impenetrable para mis 7 dioptrías, ante lo cual decido quitarme la única prenda que llevo encima: un antifaz rosa cuyo contraste con el tono bronceado de mi cutis resalta mi atractivo hasta hacerme (casi) irresistible. A pesar de que mi desnudez es ahora total, enciendo la luz sin sentir ningún apuro o pudor puesto que sé que nadie hay en la estancia que pueda tratar de aprovecharse del repentino torrente de claridad para admirar mi musculatura y/o mi miembro viril (no necesariamente en ese orden). Tras más de 3 minutos dando manotazos sin ton ni son sobre mi mesilla de noche, y habiendo causado unos daños razonables, consigo localizar mi dispositivo de corrección visual diseñado y fabricado especialmente para mí por el reputado Doctor A. Afflelou, el cual consigo fijar a mi cara con la ayuda de mi apéndice nasal y de esas orejas que dios me ha dado.

Ahora estoy listo para comenzar la inspección visual en busca del origen del olorcillo en cuestión, el cual –por si alguien lo dudaba- doy fe de que no ha salido de mi "asshole". Busco por el techo, por las paredes, detrás de la puerta, debajo de la cama y detrás de las cortinas. Nada. El caso es que ya me he acostumbrado al olorcillo, pero como soy un tipo insistente y tenaz, prolongo la búsqueda –sin éxito, claro- durante más de 30 segundos tras lo cual desisto y decido volver a dormirme a cuyo fin me recuesto de nuevo en mi lecho y me giro hacia un lado con la firme intención de adoptar la posición fetal que tan bien me ha funcionado siempre en la cama (y no sólo para dormir). Al girarme doy un respingo. Algo me ha rozado. Miro acojonado qué es ese algo y descubro el famoso cadáver que os anunciaba el principio. Eso me tranquiliza porque mis profundos conocimientos de medicina me dicen que un cadáver es, a priori, inofensivo.

Movido por el morbo, me dispongo a inspeccionar el cuerpo cuando, para mi sorpresa, compruebo que el cadáver… ¡soy yo mismo! Imaginaos cuál no sería mi sobresalto que hasta mi inalterable erección nocturna se vino abajo de golpe. Me froto los ojos, incrédulo, y vuelvo a mirar. Se confirma el diagnóstico: soy yo. Está clarísimo. La belleza de ese joven rostro, los desmesurados bíceps, el gesto inteligente, ese contraste entre la perfecta proporcionalidad de la musculatura y la envidiable desproporción del pene, esa elegante alopecia, esa madurez inesperada en un jovencito de tan sólo 30 añitos… Sólo podía tratarse de mí. Me palpo a mí mismo (por una vez sin afán onanista), me miro en el espejo y compruebo con alivio que sigo aquí, que no estoy muerto… aunque tengo una cana nueva y una arruga sospechosa que corrompen mi inmaculado rostro. Pero ¿cómo puedo estar vivito y coleando (literalmente) delante del espejo y a la vez más muerto que Chanquete sobre mi flamante cama de agua? Aunque la ubicuidad es una mis cualidades más admiradas, no la he perfeccionado hasta ese punto... Algo no me cuadra.

Vuelvo nuevamente hacia el cadáver y descubro que tiene un carné de identidad en el pecho. Lo miro: "Antípodo. 30 años". No hay duda, es mi carné. Voy a guardarlo en mi cartera y descubro que en ella tengo otro carné de identidad: "Antípodo. 31 años". No puede ser. Esto empieza a resultar siniestro ¿Qué está pasando? ¿Qué me está pasando? ¿Dónde hay un teléfono? Necesito un teléfono para llamar a la policía, a los bomberos, al diario de Patricia o a quien coño se llame en estos casos. Salgo corriendo de mi habitación y…

¡¡¡SORPRESA!!!

Me topo de golpe y porrazo con mis 31 millones de amigos, quienes, mientras (ad)miran boquiabiertos mi cuerpo desnudo (la erección ha regresado justo a tiempo), portan una enorme pancarta con el lema “¡Feliz cumpleaños, Antípodo! ¡Bienvenido a los 31!”.

Entonces lo entendí todo:
El Antípodo de 30 años había muetor.
El Nuevo Antípodo de 31 años acababa de nacer.

Y así, amigüitos, fue como vuestro respetadísimo Antípodo vivió el traumático paso de los 30 a los 31 años.

¡¡¡MUCHAS FELICIDADES!!!

He dicho!

martes, diciembre 01, 2009

BIEN Y MAL

Amigos, no os lo vais a creer, pero acabo de ser testigo del hecho más extraordinario que os podáis imaginar. Una batalla. Una batalla épica entre el bien y el mal. En riguroso directo. El bien lo encarnaba un superhéroe con aspecto de esquimal, vestido con pantalón corto, de mirada penetrante, musculatura normalita, gordura evidente e inteligencia oculta. Su contrincante, el representante del mal, era una especie de monstruo diminuto de color blanco que, a lomos de un dragoncillo de color gris clarito, morro chato y discutible valor, profería gritos injuriosos contra su rival en un idioma que únicamente yo podía comprender.

Me pararon bruscamente por la calle cuando iba de camino a un bar-cafetería para tomarme un vermut con porras y me pidieron que, a modo de árbitro, les indicase el comienzo de la contienda. El comienzo del duelo se demoró unos minutos puesto que me entraron unas ganas tremendas de hacer pis y me tuve que ir al árbol más cercano. Fue un pis breve, callejero, más fruto de los nervios que de la necesidad, a pesar de lo cual a El Buen Esquimal le dio tiempo a quedarse dormido de pie. Sólo fui capaz de despertarle cuando le propiné un cariñoso beso esquimal en la nariz.

Al despertarse, El Buen Esquimal bostezó, se desperezó y, así sin más, agarró al dragoncillo de El Mal por el pescuezo y se lo echó al gaznate devorándolo en menos que canta un gallo. Y tras un sonoro eructo volvió a caer en un profundo sueño.

Esta vez no fui yo quien le despertó sino que fue El Mismísimo Mal quien, furioso, le atacó a traición mordisqueándole los abductores y retorciéndole las rodillas causándole la temida triada, lo que acabó con El Buen Esquimal en el suelo. Al caer, El Buen Esquimal hizo un socavón. Es lo que tiene ser gordo.

A pesar de que el ataque en los abductores no está permitido en las peleas entre El Bien y El Mal, pasé por alto esta manifiesta infracción cometida por El Mismísimo Mal, dado que El Buen Esquimal se levantó a las 3 horas sin aparentes secuelas y dispuesto a no dar la batalla por perdida.

El Buen Esquimal, que para entonces estaba rabioso, se quitó la manopla y le propinó a El Mismísimo Mal un bofetón con la mano abierta, ¡zas, en toda la boca! El golpe resultó tan estético como eficaz, lanzando a El Mismísimo Mal a varios kilómetros de distancia y dejándole con la cara roja como un pimiento. A pesar de haberse visto privado de su montura, El Mismísimo Mal no se amilanó e, incorporándose a duras penas, le hizo un provocador gesto con la mano a El Buen Esquimal como dándole a entender que deseaba que le diesen mucho por el culo. Aunque él no lo sabía, ése fue el peor error que El Mismísimo Mal pudo cometer: y es que con la inviolabilidad del ano de los esquimales no se juega. Así que El Buen Esquimal decidió cortar por lo sano y acabar con esa pantomima de modo que, tras una profunda inspiración, lanzó una especie de grito de guerra tan ininteligible como desagradable y procedió a sentarse con todo su culazo de gordo encima de El Mismísimo Mal. Como os habréis imaginado, eso no hay quien lo resista y El Mismísimo Mal feneció irremediablemente. Fue una muerte trágica pero rápida. Pero trágica al fin y al cabo.

El Buen Esquimal, que en el fondo era un trozo de pan, se arrepintió inmediatamente de lo que había hecho. El pobre sollozó y sollozó sobre mi hombro durante largo rato en busca de un consuelo que, sin duda, yo no podía proporcionarle. Al final lo que pasó es que, para tratar de limpiar su conciencia, El Buen Esquimal decidió sufragar los gastos del sepelio. Este gesto, todo hay que decirlo, aunque loable, hizo escasa mella en el bolsillo de El Buen Esquimal dado que el mal llamado “sepelio” consistió, básicamente, en una repetición del proceso seguido con el dragón: El Buen Esquimal engulló sin inmutarse el cuerpecillo inerte de El Mismísimo Mal a fin de que éste pudiese reunirse con su corcel dragoniano y así pasar juntos el resto de la eternidad. “Él lo habría querido así”, musitó aún lloroso El Buen Esquimal tras un nuevo y sonoro eructo. Desde entonces es habitual, al referirse a El Buen Esquimal, utilizar la coletilla "tiene el mal adentro", como diría Alejandlo Amenabal.

Y así, amigos, es como pude, de una vez por todas, irme al bar-cafetería a tomarme mi vermut con porras. ¡Qué ricas!

He dicho!

Pd. Por cierto, que hice una fotillo de recuerdo...




martes, septiembre 29, 2009

Desde el principio

¡Joder, qué pequeño es esto! Yo no sé si es que este sitio encoge o soy yo el que crece pero el caso es que cada día estoy más incómodo aquí. Hace semanas que sólo quepo así, encogido.

Encima, de cuando en cuando, sufro el ataque de una especie de pene gigante que trata de golpearme una y otra vez. Y claro, como apenas puedo moverme, para intentar que no se me meta en el ojo (el pene agresor) sólo puedo sujetarlo malamente con una mano y tratar de apartarlo con gran esfuerzo de modo que parezco Chuck Norris luchando para que el malo de turno no le clave el cuchillo en plena jeta.

En fin, que mi vida aquí, como veis, no es fácil. Y lo peor es que ni siquiera sé cómo he llegado aquí. Simplemente me desperté un día y aquí estaba. Solo. A oscuras. Y mojado. Sí, como lo oís. Este sitio está lleno de agua. De agua turbia.

Y, para más inri, debí de golpearme en la cabeza o algo porque no recuerdo nada antes de llegar a este sucio agujero. Imagino que fue un secuestro. Es más, sé que son meras conjeturas, pero me atrevería a afirmar que fue un secuestro exprés si no fuese porque llevo aquí encerrado ni se sabe cuánto tiempo. Yo creo que se han olvidado de mí. O eso o es que nadie me quiere, ni me reclama, ni está dispuesto a pagar un rescate por mí. La crisis es lo que tiene. ¿Y quién sufre las consecuencias de la crisis? ¿Eh? ¿Quién paga los platos rotos? Pues los de siempre. Yo.

La conclusión, por tanto, es que soy una víctima. Me mires por donde me mires. Si me miras por arriba, porque soy calvo como una bombilla. Si me miras más abajo, porque la desproporción fálica que padezco me acompleja y me resulta hasta incómoda. Y eso que la cosa ha mejorado bastante, porque cuando llegué aquí recuerdo que era prácticamente sólo verga. Verga y cabeza. Por este orden. Así era yo. Tanto es así, que tenía que moverme a coletazos. No parecía ni humano. Gracias a dios, fue por poco tiempo. Después crecí y ahora soy medio normal. Lo malo es que no quepo, joder. Y estoy hasta las narices de estar mojado. ¡Hasta las narices! Bueno, en realidad, no estoy seguro ni de tener narices…

En total: que como paso de quedarme aquí para siempre, hace unos meses decidí urdir un plan de escape. Aún está muy verde, pero va por buen camino. El plan consiste en… ¡Un momento! ¡Veo algo de luz por allí! Supongo que, si me arrastro, podré salir. Vamos allá ¡Joder, qué ascazo! ¡Menuda peste a fistro vaginal! No, si al final va a resultar que sí tengo narices… Bueno, no importa, ya estoy llegando. Un poco más. Sólo un poco más y… ¡Eh, tú, cabrón de bata blanca! ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Cómo te atreves? Como se te ocurra ponerme la mano encima te juro que… ¡¡¡BUAAAAAAAAHHHHH!!! ¡¡¡BUAAAAAAAAHHHHH!!!


[…]

Y así, amigos, es como vuestro admirado y envidiado Antípodo llegó a este mundo. De eso hace hoy 30 años. Ni más ni menos. Y todavía conservo algo de pelo. No me habría jugado ni un duro a que me quedase algún pelo llegado a esta edad…Y eso que en BWIN se pagaba a 354:1. En fin…

¡¡¡FELICIDADES, ANTÍPODO!!!

He dicho!

martes, abril 14, 2009

Hermano mayor

Vuestro amigo Antípodo siempre había creído ser el benjamín de la familia. Así es, amigos: he de confesaros que siempre soñé con que mis seguidores me llamasen Antípodo “El Benjamín”… Pero nunca lo logré. Y ahora sé por qué. Y para descubrirlo he tenido que irme lejos. Muy lejos. A Calcuta.

Me fui allí con la idea de visitar a mi hermana mayor. Mi única hermana. Y me volví con treinta hermanas nuevas. Ni una menos. Ni una más. Y, para más inri, todas menores que yo. “Con razón nadie me llama El Bejamín”, pensé acertadamente.

Pues eso, que mi hermana mayor me dijo, así como quien no quiere la cosa, que la acompañase al trabajo: una casita de acogida de niñas en Howrah, uno de los barrios más pobres de Calcuta (algo que no tiene poco mérito siendo Calcuta la ciudad donde se inventó la pobreza).

En fin, que llegamos a la casita. Sudando como pollos, eso sí. Y es que si hay algo en Calcuta que supera su pobreza es, sin duda, el calor. Abrimos la puerta, entramos en la casa y nos topamos, frente a frente, con treinta niñas que, no sólo sabían mi nombre (tengo sospechas -no probadas- de que mi hermana mayor algo tuvo que ver en ello) sino que habían decidido firmemente no utilizarlo. En su lugar, se empeñaban en llamarme continuamente “Dada”, palabra que siempre acompañaban con una gigantesca sonrisa.

“Dada”, os sorprenda o no, no es palabra española. Es hindi. Y no significa “Antípodo” como, a buen seguro, todos habréis pensado. “Dada” significa “hermano mayor”. Igual que “Didi” significa “hermana mayor”. Así que ése era yo: el hermano mayor de treinta niñas indias. En un pis-pas, pues, se habían esfumado todas mis esperanzas de ser El Benjamín. Disgustazo, claro.

Luego las observé. Todas eran morenas. Las había más altas y más bajas, con la piel más clara o más oscura. Pero todas ellas eran muy guapas. Y parecían listas. Era evidente, pues, que eran mis hermanas: habían salido a mí (salvo por mi ausente cabellera, claro).

Eso sí, no me preguntéis sus nombres. No me los sé. Al menos no todos. Me sé el de Rinki, el de Pinki (la mayor), el de la otra Pinki (la pequeña), el de Sonia, el de Prianka, el de Mary Prianka, el de Susmita, el de Achmira, el de Nasima, el de Medleen, el de Soroch, el de Alisha, el de Shondona, el de Nilú, el de Cristina… Y ya no me sé más. Y encima los escribo mal. Cuesta acordarse de todos los nombres porque, aunque son mis hermanas, son muchas y tienen nombres raros. Raros pero bonitos. No como ellas, que son simplemente bonitas.




De repente caí en la cuenta de que me había perdido todos los cumpleaños de mis hermanas pequeñas. Para compensarlas, les regale dos balones de baloncesto. Y así empecé a conocerlas un poco más. Me di cuenta, por ejemplo, de lo divertido que es jugar al baloncesto con Rinki, aunque aún le quede mucho para poder ganar a su hermano mayor. Y me di cuenta de lo bien que bailan Mary Prianka, Pinki (la pequeña), Shondona o Soroch. Y de lo bien que salta a la comba Susmita. Y de lo buena que es Pinki (la mayor). Y de lo tierna que es Achmira. Y de lo graciosa que es Medleen. Y así me llegué a dar cuenta de hasta treinta cosas distintas.

En un momento dado pensé en preguntarles si eran felices. No hizo falta. No se puede sonreír así si no se es feliz.

Y todo esto en tan sólo cuatro días con mis recién estrenadas hermanas. Después de eso, me tuve que ir. Disgustazo (ahora de verdad). Si lo llego a saber, me quedo allí toda la vida.

Al salir, miré el cartel de la casa donde aparece el nombre escrito: ANAND BHAVAN (“La Casa de la Alegría”). “Es un nombre bonito”, pensé, “aunque muy poco original: se han limitado a decir lo que hay dentro”.

Y así fue como, en sólo cuatro días, vuestro queridísimo Antípodo pasó de ser el hermano pequeño de la mejor hermana mayor del mundo a ser el hermano mayor de las treinta niñas más guapas y felices de toda Calcuta.

¡Gracias a mis treinta hermanitas pequeñas por cuatro días geniales! Espero que sean muchos más…

¡Y gracias a mi única hermana mayor por treinta años también geniales! Tú sí que eres DIDI de verdad. Envidia me das.

He dicho!

P.S. ¡Enhorabuena a Antonio y a Un Ladrillo en Calcuta por haberlo hecho posible! ¡Ojalá sigáis mucho tiempo!

jueves, julio 03, 2008

Diario de un humilde candidato a la Alcaidía

8.35 (a.m.). Suena el despertador. Me levanto de un salto y aterrizo en el dormitorio de los vecinos de abajo, los del segundo “B”. Había olvidado que el suelo de mi habitación había desaparecido la noche anterior. El ostión es de órdago, claro. Recupero la verticalidad rápidamente tratando de mantener mi dignidad intacta, algo que me resulta imposible, sobre todo porque acostumbro a dormir desnudo y a levantarme erecto. Y esta mañana, no cabe duda, no es una excepción.

Saludo a los vecinos con forzada naturalidad. “Hola Lolo. Hola Lola”. No me responden, sospecho que porque, una vez más, no he acertado con los nombres. O eso, o porque les he pillado en pleno coito. Son una pareja joven y la llama de la pasión no se ha apagado… aún. Decido esperar un par de minutos a que culminen su amoroso acto. Mientras espero me quedo mirándoles fijamente, algo que no parece incomodarles en absoluto. Se confirman, pues, los rumores sobre el gusto por el exhibicionismo de los vecinos del segundo “B” y sobre la enfermiza obsesión por el voyeurismo del vecino del tercero “B”. Al minuto y medio, los vecinos del segundo “B” han terminado y se han fumado el cigarrito de después. Intercambiamos entonces unas insulsas frases en lo que habría sido la típica conversación de ascensor, si no llega a ser por el hecho de que ellos están semidesnudos y yo estoy también semidesnudo, pero sin el “semi”. Con tanta cháchara, se me ha ido el santo al cielo y me doy cuenta de que ya llego tarde al trabajo. Y aún he de cubrir mi desnudez. Subo nuevamente a mi piso. Entro en mi cuarto y un segundo después vuelvo a estar en el dormitorio de mis vecinos, los del segundo “B”. Sí, he vuelto a olvidar la desaparición de mi suelo. Y esta vez la caída me ha hecho mella: me he hecho una herida; con sangre. Como no me fío de mi memoria de pez, decido no volver a subir a mi cuarto y robarle un traje a mi vecino. Mi vecino –por si no le conocéis - es bajito y débil por lo que la combinación de su mini-traje y mi exagerado volumen muscular me confiere un aspecto grotesco. Al menos, mi matutina erección ha remitido, lo que facilita la entrada de mi superlativa musculatura en el mini-traje. El resultado, en cualquier caso, no es óptimo. Pero me vale.

Llego a trabajar. Para empezar, Consejo de Administración. Orden del día: aprobación de mi nombramiento como “Jefe Supremo Vitalicio” de la empresa. En cuanto entro en la sala y se percatan de mi aspecto, las cosas se agilizan sobremanera de modo que la decisión es inmediata y unánime: despido fulminante; e inapelable. Aún así, yo apelo. Desafortunadamente, olvido cambiarme de ropa antes de presentarme ante el juez de guardia. Nuevamente, mi vergonzoso aspecto se vuelve en mi contra y se demuestra suficiente para desarmar todos mis argumentos legales. Resultado: el juez ratifica y aplaude (físicamente) mi despido y, de rebote, aprovecha para embargar todos mis bienes y decretar “prisión incondicional para el acusado”. Acuso moralmente el golpe que tan dura sentencia supone. Mas en seguida recupero la sonrisa al comprobar que, a la entrada en prisión, soy despojado (con rudeza) de mi mini-traje y embutido a la fuerza en un traje de rayas, sucio y viejo, pero que me da un aspecto mucho más respetable. Y es que no hay mal que por bien no venga.

Afronto, pues, mi encarcelamiento con sumo optimismo. Optimismo que pronto se demuestra sobradamente justificado: aquí, entre rejas, soy un auténtico ídolo de masas. Mi inexistente melena, mi templado temperamento, la agudeza de mi ingenio y la perfección de mi musculatura calan hondo entre la condenada (literalmente) chusma que pulula por estos parajes carcelarios. Los reclusos se me rifan, buscando un contacto carnal que alivie su picor genital. Yo, sin embargo, me muestro estrecho y chapado a la antigua, de modo que no dejo que me toquen ni un pelo por menos de dos cartones de tabaco. En fin, que las cosas me van viento en popa y, aupado por mi popularidad, he decidido presentar mi candidatura a la alcaidía de la cárcel. El voto de las clases bajas lo tengo asegurado. Mi ojete da fe de ello. Ya me lo estoy imaginando: yo, el venerable y adorado Alcaide, imponente en mi despacho, con mi traje de Emidio Tucci y mi inconmensurable musculatura y con todos los reclusos postrados a mis pies. Y mientras tanto, los vecinos del segundo “B” cotorreando entre coito y coito: “Oye, Lolo, ¿qué fue del del tercero “B?”. “Creo que está en prisión”. “Lo sabía. Siempre supe que acabaría mal”. “No te equivoques, Lola, está en la cárcel… pero como Alcaide”. “Lo sabía. Siempre supe que acabaría triunfando. Y siempre estuve enamorada de él. Y de su increíble musculatura. Debí casarme con él”. Ah, sería estupendo.

En fin, ya os informaré del resultado de mi candidatura en mi próxima carta la cual, si hay suerte, espero firmarla como Alcaide.

Desde la prisión, con cariño.

He dicho!

viernes, abril 18, 2008

Autorrobo sin violencia

Me gusta inventar cosas. Este blog, sin ir más lejos, no es más que un simple y perfecto, producto de mi imaginación. Mi imaginación a veces me juega malas pasadas. Y no es la primera vez. Recuerdo cuando en el colegio me quitaba a mí mismo el dinero que mis padres me daban para comprarme una palmera (de chocolate, que las otras no me gustan nada). Yo abusaba. Y yo lloraba precisamente por yo abusaba… de mí. Pero era pequeño y sin maldad. Así que no pasaba nada, no me sentaba mal. Cosas de críos, que dirían los críos.

Pero el caso es que, por aquel entonces, el que me robase mi propio dinero para mí era un mundo. Para acabar con aquella farsa, mis padres decidieron darme, en vez del dinero, una tarjeta de débito y un dispositivo telefónico portátil de manera que, en lugar de robarme la calderilla, me robase la tarjeta y entonces yo pudiese llamar ipso facto desde mi dispositivo telefónico portátil y sin importar dónde estuviese para anular la tarjeta, dejándome con un palmo de narices y con mis planes de adquisición de palmera (chocolatera) frustrados en grado sumo. Eran tiempos felices. Salvo para mí, claro. Yo lo pasaba mal. O, mejor dicho, lo pasaba requetebien. Siempre ha sido así: mi mal era mi requetebién y, del mismo modo, mi requetebién era mi mal. Todo estaba mezclado. Yo me robaba mi propio dinero. Yo me denunciaba a mí mismo por autorrobo de tarjeta. Y al final acababa en el cuartelillo, entregándole (en mi faceta de ladronzuelo autorrobador) la tarjeta a la pasma para que ésta, inmediatamente después, me la entregase a mí mismo (en mi faceta de victimilla autorrobada). Lo más gracioso era la naturalidad con que la pasma trataba mi doble personalidad.

Vamos, que mi vida era un “yo me lo guiso y yo me lo como”, como diría aquél. Y yo era consciente de ello. Sin embargo los años pasan. Nunca en balde. Siempre a mejor. Como los toreros. Como los buenos vinos. Que cuanto más tiempo pasa, más viejos son.

La historia de mi vida, amigos, se resume básicamente en eso: quitarme el dinero a mí mismo.

He dicho!

lunes, abril 14, 2008

Entre oreja y oreja...

Nunca he caído bien a la gente. Supongo que es porque tengo muchas manías. O al menos eso es lo que me dicen: “Tú no caes bien a la gente porque tienes muchas manías”. Como no podía ser de otra forma, cuando me enteré de que no caía bien a la gente, me entró un trauma tremendo. Así que fui al psicoanalista.

Mi psicoanalista era una mujer vestida de gris y que insistía en que la llamase “Tobías”. “Tobías, además de muy raro e inusual, es nombre de hombre (disculpe la rima)”, repliqué yo, a lo que añadí “¿No será que tiene usted pene?” Tobías me respondió que no con la cabeza y, como prueba, me enseñó sus dos cromosomas X, prueba irrefutable que zanjó la cuestión definitivamente. “Échese en el diván” me ordenó. Yo obedecí cual corderillo y, a continuación, se abrió un largo e incómodo silencio al que puso punto y final Tobías pronunciando sus palabras mágicas: “La sesión ha concluido. Lárguese de mi consulta. ¡YA!”. Así terminó mi relación con Tobías. De esa forma tan fea. Y sin haberme curado. Supongo que a Tobías le pasó lo mismo que al resto de la gente. Simplemente no le caí bien.

Abatido, pensé y pensé en busca de algo que pudiese hacer para caer mejor a la gente. Hasta que finalmente di con la solución: aprendería a aplaudir con las orejas. Con eso haría reír a la gente y, por tanto, les caería bien. Y fue a partir de ese momento que me convertí en una de las pocas personas capaces de aplaudir con las orejas. Es cierto.

La clave está en la elasticidad de las orejas. Hay que estirarlas al máximo porque si no nunca te va a salir. ¿Y cómo se estiran las orejas? Pues tirando de ellas. Ojo, que tirar no es lo mismo que estirar. Si no, las dos cosas se dirían igual o, al menos, se escribirían igual, ¿no?.

Una vez obtenida la elasticidad adecuada, el siguiente paso es trabajar la musculatura. Los músculos de las orejas son pequeños y débiles. Así que para que funcionen correctamente hay que ponerlos grandes y duros. Como un pene. Sólo entonces serás capaz de mover las orejas. Si no lo único que harás es mover las cejas de arriba abajo, poniendo cara de tonto. Eso también queda gracioso, sí, pero no tiene ni comparación con aplaudir con las orejas.

Si ya tienes elasticidad y musculatura, el resto es una mera cuestión de práctica. Y, sobre todo, de talento. Algo que a mí, por suerte, me sobra. Es cierto que el talento escasea últimamente. Pero eso no debe desanimaros, amigos, porque el talento, como todo en esta vida, se puede comprar. Caro, eso sí, pero se puede comprar.

Yo, en su momento, me hice muy famoso y popular gracias a mi capacidad de aplauso orejil. Sin embargo, hace ya bastante tiempo que no lo hago. Por la calle, la gente que todavía se acuerda me pide que lo repita. Yo, con una media sonrisa aderezada con un gesto que es todo timidez y modestia, les digo que no. Eso sí, cuando se ponen pesados y me insisten les fostio. Pero bien. Les doy candela de la buena. Hasta que se caen al suelo. Ahora bien, después de la paliza me entra el cargo de conciencia, así que para compensarles les aplaudo con las orejas. Pero sólo un poco. Eso les anima y al final se van encantados. “El aplauso orejil bien merece una paliza” deben de pensar. Y entonces yo me marcho contento por haber hecho feliz a una persona. Otra más. Como veis, el saber aplaudir con las orejas te hace mejor persona.

He dicho!

Pd. También sé doblar las rodillas hacia adelante. Pero eso da muchísima más grima, así que mejor os lo ahorro…