Hay que saludase!

jueves, julio 03, 2008

Diario de un humilde candidato a la Alcaidía

8.35 (a.m.). Suena el despertador. Me levanto de un salto y aterrizo en el dormitorio de los vecinos de abajo, los del segundo “B”. Había olvidado que el suelo de mi habitación había desaparecido la noche anterior. El ostión es de órdago, claro. Recupero la verticalidad rápidamente tratando de mantener mi dignidad intacta, algo que me resulta imposible, sobre todo porque acostumbro a dormir desnudo y a levantarme erecto. Y esta mañana, no cabe duda, no es una excepción.

Saludo a los vecinos con forzada naturalidad. “Hola Lolo. Hola Lola”. No me responden, sospecho que porque, una vez más, no he acertado con los nombres. O eso, o porque les he pillado en pleno coito. Son una pareja joven y la llama de la pasión no se ha apagado… aún. Decido esperar un par de minutos a que culminen su amoroso acto. Mientras espero me quedo mirándoles fijamente, algo que no parece incomodarles en absoluto. Se confirman, pues, los rumores sobre el gusto por el exhibicionismo de los vecinos del segundo “B” y sobre la enfermiza obsesión por el voyeurismo del vecino del tercero “B”. Al minuto y medio, los vecinos del segundo “B” han terminado y se han fumado el cigarrito de después. Intercambiamos entonces unas insulsas frases en lo que habría sido la típica conversación de ascensor, si no llega a ser por el hecho de que ellos están semidesnudos y yo estoy también semidesnudo, pero sin el “semi”. Con tanta cháchara, se me ha ido el santo al cielo y me doy cuenta de que ya llego tarde al trabajo. Y aún he de cubrir mi desnudez. Subo nuevamente a mi piso. Entro en mi cuarto y un segundo después vuelvo a estar en el dormitorio de mis vecinos, los del segundo “B”. Sí, he vuelto a olvidar la desaparición de mi suelo. Y esta vez la caída me ha hecho mella: me he hecho una herida; con sangre. Como no me fío de mi memoria de pez, decido no volver a subir a mi cuarto y robarle un traje a mi vecino. Mi vecino –por si no le conocéis - es bajito y débil por lo que la combinación de su mini-traje y mi exagerado volumen muscular me confiere un aspecto grotesco. Al menos, mi matutina erección ha remitido, lo que facilita la entrada de mi superlativa musculatura en el mini-traje. El resultado, en cualquier caso, no es óptimo. Pero me vale.

Llego a trabajar. Para empezar, Consejo de Administración. Orden del día: aprobación de mi nombramiento como “Jefe Supremo Vitalicio” de la empresa. En cuanto entro en la sala y se percatan de mi aspecto, las cosas se agilizan sobremanera de modo que la decisión es inmediata y unánime: despido fulminante; e inapelable. Aún así, yo apelo. Desafortunadamente, olvido cambiarme de ropa antes de presentarme ante el juez de guardia. Nuevamente, mi vergonzoso aspecto se vuelve en mi contra y se demuestra suficiente para desarmar todos mis argumentos legales. Resultado: el juez ratifica y aplaude (físicamente) mi despido y, de rebote, aprovecha para embargar todos mis bienes y decretar “prisión incondicional para el acusado”. Acuso moralmente el golpe que tan dura sentencia supone. Mas en seguida recupero la sonrisa al comprobar que, a la entrada en prisión, soy despojado (con rudeza) de mi mini-traje y embutido a la fuerza en un traje de rayas, sucio y viejo, pero que me da un aspecto mucho más respetable. Y es que no hay mal que por bien no venga.

Afronto, pues, mi encarcelamiento con sumo optimismo. Optimismo que pronto se demuestra sobradamente justificado: aquí, entre rejas, soy un auténtico ídolo de masas. Mi inexistente melena, mi templado temperamento, la agudeza de mi ingenio y la perfección de mi musculatura calan hondo entre la condenada (literalmente) chusma que pulula por estos parajes carcelarios. Los reclusos se me rifan, buscando un contacto carnal que alivie su picor genital. Yo, sin embargo, me muestro estrecho y chapado a la antigua, de modo que no dejo que me toquen ni un pelo por menos de dos cartones de tabaco. En fin, que las cosas me van viento en popa y, aupado por mi popularidad, he decidido presentar mi candidatura a la alcaidía de la cárcel. El voto de las clases bajas lo tengo asegurado. Mi ojete da fe de ello. Ya me lo estoy imaginando: yo, el venerable y adorado Alcaide, imponente en mi despacho, con mi traje de Emidio Tucci y mi inconmensurable musculatura y con todos los reclusos postrados a mis pies. Y mientras tanto, los vecinos del segundo “B” cotorreando entre coito y coito: “Oye, Lolo, ¿qué fue del del tercero “B?”. “Creo que está en prisión”. “Lo sabía. Siempre supe que acabaría mal”. “No te equivoques, Lola, está en la cárcel… pero como Alcaide”. “Lo sabía. Siempre supe que acabaría triunfando. Y siempre estuve enamorada de él. Y de su increíble musculatura. Debí casarme con él”. Ah, sería estupendo.

En fin, ya os informaré del resultado de mi candidatura en mi próxima carta la cual, si hay suerte, espero firmarla como Alcaide.

Desde la prisión, con cariño.

He dicho!

1 Comments:

At 8:21 p. m., Anonymous Anónimo said...

Llevo sólo tres leídos. Me iré poniendo ál día poco a poco. No puedo parar de reírme. Tienes nueva fan

 

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